Retorno al hogar.

Aunque le habría venido bien un baño y una cama mullida, Panit Yae no tenía intención de quedarse en Kiro más tiempo del estrictamente necesario.  Llevaba años sin visitarla pero no tardó mucho en sentir de nuevo aquella sensación opresiva, de rechazo, que tanto la había amargado durante su época de estudiante. Odiaba aquel lugar tan saturado de casas, tanto a nivel de suelo como sobre los árboles, donde sus habitantes se cruzaban continuamente unos con otros, absortos únicamente en sus quehaceres, creando un ruido de fondo que le retumbaba en los tímpanos y le impedía concentrarse.

Entró por el camino del norte, pese a tener que dar un largo rodeo, para evitar coincidir con los comerciantes y viajeros que llegaban desde Nakuro, que muchas veces provocaban largas colas y pequeños disturbios con los cobradores de impuestos. La ruta del norte, en cambio, es poco más que un camino sencillo de tierra, sin apenas zonas empedradas, por donde los carros y las monturas avanzaban con dificultad, así que solo aquellos que buscan soledad, como los contrabandistas, acostumbran a usar esta entrada a la ciudad.

Una vez allí, trepó por la primera escalera que encontró y avanzó por el Alto Kiro en dirección a la plaza de los ancestros, donde giró hacia el oeste hasta alcanzar la casa del profesor Jayadi. El trayecto fue más cómodo de lo que esperaba, ya que desde su última visita a la zona habían reforzado mediante sogas las plataformas que recorrían el barrio, originalmente apoyadas únicamente sobre las ramas de los enormes árboles pharamah. La casa, en cambio, era justo como la recordaba; una imponente vivienda de dos pisos, construida en madera natural que se retorcía alrededor del árbol, formando hermosos salientes curvos que alguien había tallado para darles aspecto de espíritus de los bosques.

Panit se acercó, comprobó el contenido de su mochila, y llamó a la puerta con suavidad. Esperó unos segundos y cuando se disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió. Al otro lado se encontraba una mujer mayor, vestida con un sobrio kimono carmesí y un obi de motivos florales, que saludó a Panit con una educada reverencia. Portaba en el pelo, que ya empezaba a blanquear, una banda de seda con el símbolo de la casa Jayadi así que Panit asumió que se trataba de la mujer del profesor.

Kih saeding —dijo mientras le devolvía la reverencia—. Estoy buscando al profesor Jayadi. Soy una antigua alumna suya y necesito su ayuda para tratar de identificar un artefacto mágico.

—Tú debes de ser Panit Yae—contestó la mujer con una media sonrisa—. Kih saeding. Kuwat solía hablarme de ti. Pasa y siéntate, por favor.

Para cuando se quiso dar cuenta, Panit se encontraba sentada en un cómodo salón interior, esperando que la mujer le trajese un té, con la fuerte sospecha de que algo no iba bien. Trató de asomarse a las habitaciones cercanas en busca de su antiguo profesor, pero no encontró ni rastro del mismo. Poco después, la mujer entró con una pequeña bandeja sobre la que había colocado dos vasos de té, se sentó frente a ella y le ofreció uno de ellos.

—¿No has estado en Kiro últimamente, verdad?— le preguntó con resignación.

Panit no pudo más que asentir.

—Las cosas han cambiado mucho por aquí— continuó la anciana—. Sobre todo, para los vuestros.

—¿Los míos?

—Para los arcanomantes. Como mi amado Kuwat.

La mujer desvió la mirada de su invitada y sus ojos se cubrieron de lágrimas, aunque rápidamente extrajo un pañuelo del interior del kimono y se limpió con él.

—¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra bien?

—No. No…. No se encuentra bien —contestó, ahora ya llorando amargamente y sin poder disimularlo—. Le detuvieron hace un mes. Por orden del prefecto. A él y a otros muchos profesores. Dicen en las calles que les van a ejecutar a todos por traición.

Panit estuvo a punto de tirarse el té por encima.

—¿De qué les acusan? Siempre ha sido un ejemplo a seguir. Kuwat no es más que un profesor, un sabio, un arcanomante excepcional. No haría daño a nadie.

—De conspirar contra el emperador.

La frase cayó como una losa y durante varios segundos solo quedó el silencio en la casa.

—Dicen que pertenece a ese grupo de conspiradores de Nakuro —continuó la mujer, con la voz temblorosa—. Esos que han tratado de provocar una guerra. O eso dicen. Tienen un nombre, pero no me quiero acordar.

—La Cábala de la Armonía Celeste —la interrumpió Panit, que conocía bien su fama. Pero esas palabras fueron demasiado para la esposa de Kuwat, que rompió a sollozar sobre la mesa de tal manera que la maga se sintió compungida y bastante culpable.

—Lo siento. Mucho. Voy a intentar ver lo que ha ocurrido. Quizás pueda ayudar. No lo sé —acertó a decir Panit, mientras se marchaba por la puerta, dejando a la mujer con su dolor. Junto a sus compañeros, había combatido a algunos miembros de La Cábala durante los últimos meses. Eran desequilibrados sin ningún tipo de moral, midas racistas e intolerantes que despreciaban al resto de las razas con facilidad para la violencia. El amable y sabio profesor Kuwat Jayadi no entraba para nada en ese patrón. Al menos, no el Kuwat Jayadi de sus recuerdos.

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